Escritos

Ni me niego ni me afirmo. Existo. Como el mosquito. Como la flor. Como la piedra. Escribo. Pinto. Me cumplo. Pero no quiero recaer en mi mismo. Me gustaría desaparecer en los demás. Son ellos, tantas veces, los que me hacen ser.

Cambiar para sobrevivir. Morir un poco para empezar de nuevo.

Como un zorzal en el asfalto, soy un hombre diminuto pendiente de cambiar el rumbo de mi paso.

Solo un hombre rezagado.

Solo un hombre esperanzado.

El sabio es invulnerable e inalcanzable, conserva su centro equilibrado, los que no hemos llegado a ese estadio nos seguimos buscando en las palabras, sean propias o ajenas. Cuando ese hallazgo sucede, nos alcanza algo parecido a la felicidad.

 El arte puede penetrar hasta lo negro más hondo de la tierra o ascender sin peso hasta la plenitud radiante y cegadora del blanco. Pero siempre llevará en sí la sombra de una muerte invisible que nada tiene que ver con lo cadavérico. Una muerte germinadora y creadora de sucesivas realidades.

Podría decir que pinto para que no se desperdicie nada de lo que he recibido. Podría decir que escribo para convertir en gloria toda pérdida.

Pero hay una razón más fuerte. Lo que me salva. Es el momento en el que la pintura no es ya un ganarse la vida, no es ya una obra pesada de manos manchadas y aceites grasos, sino un éxtasis de juego del que surge la vida sin que yo sepa por qué ni cómo.

Pintar por nada, pintar por ver si aparece eso. Ser un pintor al que le pagan sus cuadros, pero no estar a la venta.

Ser un escritor que no existe.

Dar un paso hacia atrás y poder ver y sentir que todo está tan cerca, que nos podemos tocar, que solo existe el instante.

Y dejar de ser un número borrado en una estampida que delira ciega hacia no se sabe qué objetivo lejano, inalcanzable y falso.